Una descripción atenta de los procesos de subjetivación neoliberales podría formular el funcionamiento de tales mecanismos en los términos de una auténtica inversio oppositorum, que vendría a enfrentarse literalmente a la complexio oppositorum en la que Carl Schmitt cifró la sólida consistencia política de la Iglesia católica. En efecto, el constructivismo neoliberal ha probado con creces su capacidad para expandir una apariencia de homogeneidad social que genera a su paso desigualdades escandalosas, así como para moldear el Estado de derecho a su propia medida. La racionalidad económica engulle así a la racionalidad política. Este constructivismo radical ha transformado enteramente la percepción oficial de las condiciones del consenso y de la legitimidad[2], exponiendo al sujeto a una relación presuntamente libre con «poderes salvajes» —pace Ferrajoli—, para la que solo existen dos salidas: la auto-explotación/auto-sacrificio o la exclusión. Volviendo por un momento al Schmitt de Catolicismo romano y forma política, la única forma que el pensamiento económico dejado a su albur reconoce parece ser «la precisión técnica», que «exige una presencia real de las cosas» para reconocerlas y pretende explicarlas en virtud de su propia inmanencia. Frente a este modo de proceder, la representación sólo se sostiene desde el pathos de la autoridad, inaccesible a los autómatas y las máquinas.[3] Me interesa partir de estas consideraciones de Schmitt para subrayar el hecho de que la potencia de la representación, capaz de cohonestar los contrarios, y la unilateralidad del economicismo se disputan actualmente el derecho a la objetividad, punto crucial para la oposición entre gobernanza y política. En efecto, los programas políticos aspiran a distinguirse por el distinto relato que suministran acerca de “cómo hemos llegado hasta aquí” o “cuál es la secuencia de causas que explica la situación presente” y a generar consiguientemente convicción de la mano de lo que, querámoslo o no, es marketing poético. Todo aquello que esté concernido por la urgencia de tomar alguna decisión lo necesita. Schmitt afirmará que los empresarios capitalistas y los proletarios socialistas tachan de necia insolencia toda pretensión de situar la política por encima de categorías distintas de la producción y el consumo, al ser esto algo «carente de objetividad». Por otro lado, el recurso a términos tan jüngerianos como «reflejo», «irradiación», «proyección» o «especular» tiende a conceder el estatuto de objeto a coyunturas materiales —sociales, psíquicas...—, reforzando sus afirmaciones con la autoridad que debería acompañar al desnudo desplegarse de las cosas mismas.

A mi juicio, esta contraposición entre modalidades de producción de objetividad ayuda a delimitar el esfuerzo compartido por Judith Butler y Wendy Brown por describir y articular una nueva eticidad democrática, surgida como débil fuerza mesiánica de las severas amenazas que para la condición política del ser humano representa el neoliberalismo. Esta nueva eticidad reivindica performativamente el «derecho a la libertad», con la intención de reconstruir un demos cuyo desmantelamiento se ha convertido en regla global.[4] Mi impresión es que ambas propuestas sugieren con mayor o menor éxito abrir vías de combate contra la imposición del homo oeconomicus a todas las esferas de la existencia de la mano de críticas del derecho abstracto que parten de instancias como el reconocimiento personal y social, la performatividad y la reivindicación del homo politicus. Levantan así acta de la reacción de los cuerpos y los afectos que les son propios, inermes en el lugar y funciones que se le asignan, cuando la experiencia de la corrosión de la libertad civil los conduce a combatir por una mayor cobertura legal. Cuando Hegel afirma en el § 48 de los Principios de Filosofía del Derecho que mi cuerpo «es la existencia de la libertad y yo siento en él», señala con no menos vigor que Jamie Peck en el siglo XXI la potencial resistencia que ciertas zonas de indisponibilidad antropológica oponen a las prácticas neoliberales.[5] Por decirlo con Butler, los «cuerpos que cuentan» resisten materialmente a los esfuerzos objetivos por invisibilizarlos, reclaman ser protegidos por la ley y en su dinámica performativa contribuyen a traer a superficie la enorme fragilidad del Estado de derecho, a saber, la caricaturización de su propia autoridad política propiciada por la racionalidad neoliberal. Si el neoliberalismo puede entenderse como un hecho social total, adoptando la célebre expresión de M. Mauss, dotado de estribaciones políticas, religiosas y jurídicas, su amplia penetración en todas las esferas de la existencia responde a la tendencia a someter toda expresión de sentido para el ser humano al ritmo enloquecido que impone el crecimiento económico. En palabras de Wendy Brown —en el cap. III de Edgework

Este es un nihilismo político serio, que no revertirá una mera defensa de la libertad de opinión y de derecho a la privacidad, por no hablar de garantizar el derecho al matrimonio homosexual o de un aumento en el salario mínimo. Lo que queda a la izquierda, así pues, es retar a la gubernamentalidad neoliberal emergente en los Estados Euro-Atlánticos con una visión alternativa de lo bueno, que rechace al homo oeconomicus como norma de lo humano y que rechace las formaciones correlativas de esta norma acerca de la economía, de la sociedad, del Estado y de la (in)moralidad.[6]

Este texto anima a colegir que si no recuperamos un horizonte de juicio autónomo que oriente acciones humanas convergentes, que vuelva a inventar metáforas beneficiosas para la pervivencia del ser humano —como pudieron serlo la Providencia clásica, la teleología natural o la idea de representación política—, lo que se entienda por decisión seguirá supeditado a la lógica nihilista neoliberal. Especialmente en situaciones de crisis, la convergencia de voluntades individuales exige una salida de la clausura del juicio en la lógica del interés privado, de la inversión astuta, de la planificación tecnificada, a saber, solicita contar con alguna instancia o referente político que salve al sujeto de la angustia de ser aspirado por fuerzas incontrolables. Los cuerpos de que habla Butler cantan himnos patrióticos y hacen como si la ley amparase sus actos, siguiendo el ejemplo de Antígona, no por peculiaridades del gusto ni de la moda —al menos, no de modo primordial—, sino para ganar un espacio de juego para su libertad. Se trata de una legalidad descubierta y legitimada por la experiencia compartida de la precariedad, de una precariedad que solo la ley puede suprimir, declarándola intolerable, frente a la aciaga alternativa de un sacrificio (más) indefectible en aras de la religión nihilista del economicismo.

Catacresis política y legitimidad performativa

J. Butler parte del «carácter defectivo»[7] de los conceptos que guían la acción política, por cuanto todos ellos coinciden en señalar la tarea de integrar zonas de población precarizadas y excluidas por un universal abstracto. Los conceptos para los que se reclame el más mínimo grado de universalidad deben dejar así meridianamente clara su genealogía contingente y mantener viva la conciencia de su permanente replanteamiento. Eso es lo que los vuelve legítimos[8], a saber, su renuncia a la saturación de lo común, su convicción de la necesaria incompletud de lo compartido.[9] Así, «lo excluido [...] constituye el límite contingente de la universalización» —leemos en Undoing gender, p. 191—, lo que complica considerablemente el camino hacia universales políticos satisfactorios. Es una constante del trabajo de Butler la atención que dedica a los ejemplos, generalmente comunitarios, de catacresis política, en los que grupos de sujetos condenados a la anomalía exigen performativamente abandonar ese estado de privación civil. Esas representaciones confirman la constitución colectiva del sujeto político, toda vez que, como afirma Butler, «actuamos a partir de un sentido de precariedad, contra un sentido de precariedad, y en coalición, con frecuencia en proximidades no elegidas en las que una interdependencia pre-contractual está activa».[10]

Consideramos que la teoría de la acción performativa de Butler —lectora concienzuda de Arendt en este sentido— podría retrotraerse a las siguientes tesis:

a) El ejercicio del poder genera siempre exclusiones, privación y precariedad.[11]

b) El ejercicio del poder neoliberal naturaliza estas operaciones, presentándolas como efectos necesarios del orden económico-social.

c) La performatividad consiste en un ejercicio no autorizado del derecho a la existencia que impulsa a la población precaria y vulnerable a participar en la vida política.[12]

d) La política afectiva performativa o democracia radical no se preocupa tanto por los espacios de aparición, sino que espacia la aparición.[13]

e) Las democracias deliberativas tienden progresivamente a negar los espacios tradicionalmente reivindicados por la desobediencia civil, distorsionando la legitimidad de la no-violencia, al considerarla violencia.[14]

f) Lo indisponible de la cohabitación e interdependencia de los seres humanos, que actúan como límites de la acción política.[15]

Esta teoría de la acción se declara inspirada por la potente resistencia antropológica mostrada ante la ruina de la democracia por obra del neoliberalismo y sus parámetros de validez:

[E]l neoliberalismo trabaja produciendo poblaciones dispensables; expone poblaciones a la precariedad; establece modos de trabajo que presumen que la labor será siempre temporal; decima instituciones duraderas de la socialdemocracia, retira servicios sociales a quienes se encuentran más radicalmente desprotegidos —los pobres, los homeless, los sin papeles—, porque el valor de los servicios sociales o los derechos económicos a provisiones básicas como techo y alimento han sido sustituidos por un cálculo económico que valora solo las capacidades empresariales de los individuos y moraliza contra todos aquellos que son incapaces de defenderse por sí mismos o de hacer que el capitalismo funcione para ellos. [...] El problema no es una crisis fiscal cuyo rescate devolverá las cosas a la normalidad. El problema es que las formas neoliberales del poder político y económico abandonan regularmente a poblaciones enteras a condiciones de precariedad y que este abandono periódico y regular de la gente se ha convertido en algo normal. Como resultado de ello, la llamada en las calles no apela precisamente a “arreglar” la crisis fiscal, sino a insistir en que el desmantelamiento del neoliberalismo es imperativo para volver a la democracia radical.[16]

Hegel es un pensador que no puede sino interesar enormemente a Butler, toda vez que piensa con rigor los límites materiales de lo jurídico y, por ello, los puntos de fricción entre las normas y la vida: es quien advierte que precisamente la vida tiene derecho sobre el derecho abstracto y que a alguien que roba por hambre no se le pueden aplicar las mismas leyes penales que a quien vulnera la propiedad de otro (GPhR, § 127). Aunque Hegel reconozca la dificultad de resolver por medios estatales un problema como la pobreza, advierte que ciertos niveles de miseria extrema no son solo un problema de salud pública —como habían señalado Hobbes y Kant—, sino que generan una peligrosa pérdida del sentimiento de lo jurídico [Gefühl der Rechtslosigkeit] en ciertas capas de la población, lo que comporta una crisis de reconocimiento subjetivo —del valor de la persona— y objetivo —del sentido del Estado de derecho— (GPhR, § 244, Agr.), esto es, una crisis de legitimidad política en toda regla.

Butler admira en Hegel su conciencia de que las relaciones diádicas son insatisfactorias para entender cabalmente la vida social[17], que necesita reflejarse en entidades de naturaleza institucional. El hallazgo de ciertas carencias en los medios con los que el Estado proporciona reconocimiento a los sujetos también merece su elogio. Así, la promoción de un ser humano al estatuto de persona debe evitar caer en la abstracción (GPhR, § 35, Agr.), para lo que resulta esencial que el interés privado no sea dejado a un lado ni reprimido, sino «puesto en concordancia con lo universal» (GPhR, § 261). Frente a las estrategias de visibilidad civil que previenen de la caída en la falta de reconocimiento, Butler propone pensar una “eticidad performativa”, capaz de aprehender cuáles son las situaciones y coyunturas en que el reconocimiento es negado, arrebatado y con él, la dignidad del ser humano.[18] Para ello será necesario proceder a una relectura post-hegeliana de la escena del reconocimiento, en la que la opacidad del sujeto con respecto a sí mismo promueve precisamente el reconocimiento de otros. Butler asocia este paso con «una ética basada en nuestra ceguera compartida, invariable y parcial con respecto a nosotros mismos»[19], una ética que no se obsesiona con el mantenimiento de una identidad estable del sujeto. Esa opacidad obedece al hecho de que el “yo” está siempre precedido por su relación con una serie de normas sociales, que obligan a revisar el concepto moderno de autonomía.[20]

Butler hace suya la denuncia de Adorno de la “violencia ética” que se genera cuando un grupo de normas dominantes dejan de ser percibidas como tales por una sociedad, porfiando en su anacronismo y ejerciendo violencia sobre el presente al tratar de imponerle un pasado de validez decadente.[21] Una de las respuestas más efectivas a tales situaciones la encuentra en la acción política preconizada por Arendt, al mismo tiempo performativa y universalizadora.[22] La performatividad es el nombre que damos a lo que une a quienes no tienen nada en común —mujeres, queers, transexuales, pobres, sin papeles—, a no ser su rechazo a no ser calificados como sujetos de una vida reconocible, legible, digna de ser llorada. Esta modalidad de la acción no procede de la natural precariedad de los cuerpos —por su debilidad, por su mortalidad...—, sino de la precaridad inducida por medios técnicos, que conduce a declarar digna de ser protegida la vida de unos y desechable la de otros.[23] El carácter evenemencial de esta reclamación de derechos básicos impide cerrar el campo de lo que se considera como humano y darlo por cerrado, lógica y discursivamente. El reconocimiento more hegeliano, pero posthegeliano, debe aceptar la apertura constante de términos como “libertad”, “justicia”, “igualdad”, de manera que cubran a individuos a los que antes habían rechazado, en un proceso que desfundamentaliza a la Modernidad y practica una “política de la incomodidad”, preconizada por Foucault.[24] La misma vulnerabilidad de los cuerpos, su misma exposición corporal, puede convertirse en medio de exhibición de una resistencia que pone fin a una secuencia dilatada de cesiones[25], como ocurre con la inercia de un cuerpo en un checkpoint o con la omisión de Rose Parks de la obligación de ceder el asiento a un blanco, a pesar de que la ley dictara lo contrario. La vulnerabilidad elogiada por Butler es un concepto mixto de pasividad y actividad, especialmente apreciable en las prácticas de resistencia no violentas que reclaman el derecho al espacio público y a la igualdad, exponiéndose a la violencia policial y militar. Si a partir de Hegel, no cabe duda de que el deseo hace de nosotros seres de ficción[26], esta dinámica encuentra un límite claro en Butler, a saber, en la presencia de situaciones y dependencias que no podemos elegir y que determinan de antemano nuestra acción. Está en juego aquí un modelo de legitimidad contingente y ligado a la singularidad extrema. La cohabitación humana sobre la tierra no es tanto un objetivo político cuanto un punto de partida de cualquier debate. Tal punto de partida consiste en la reclamación de condiciones de vida dignas que se exigen concertadamente, desde el descubrimiento, más corporal que lógico, de una precariedad compartida y de una comunidad no escogida. En una de sus entrevistas más recientes, Butler confiesa considerar que existe cierta porosidad entre las acciones populares concertadas y los propósitos de la democracia representativa[27], como si las primeras fueran la herejía necesaria para mantener la fe en la segunda.[28] El demos del que nos habla Butler descubre como un inconsciente temporal su capacidad para desatar la complexio oppositorum por medios no institucionales y hace de la performatividad un eje de resistencia frente a las prácticas de exclusión y generación de desigualdad. Pero detengámonos ahora en el alcance de la corrosión sufrida por ese mismo demos por obra de la gubernamentalidad neoliberal.

La silenciosa revolución neoliberal. Foucault desde Wendy Brown

Las reflexiones de Butler acerca del rendimiento normativo que la concentración popular posee mantienen en la retaguardia la «revolución silenciosa» que W. Brown diagnostica en las prácticas de subjetivación neoliberales aparentemente emancipadas del «sistema normativo disciplinario», por decirlo con el Foucault del curso de 1979. Me gustaría atender en lo que sigue a la conveniencia de conectar el abordaje de las condiciones de una eticidad democrática con un análisis cabal del neoliberalismo. Semejante examen debe complementar la «fobia al Estado» connatural a esa racionalidad gubernamental, un término desprovisto de esencia ninguna, resultado «de un régimen de gubernamentalidades múltiples»[29], con la exigencia de un cierto modelo de Estado, al que de alguna manera se convierte en eje de transmisión de la ganga de precariedad, inseguridad e inquietud constantes que arroja la mena del ciudadano convertido en empresario de sí. Hace unos meses, Pablo López Álvarez, sobre la base de los análisis de Jamie Peck y David Harvey acerca de la ambivalente relación entre Estado y neoliberalismo, sostenía muy oportunamente en el Congreso dedicado a Foucault en la UCM en mayo de este año que

[l]a lectura de Foucault asume [...] el imaginario antiestatal que los militantes neoliberales difunden hacia el exterior contra el keinesyanismo y el socialismo, pero no aprecia la dificultad que este problema representa en el interior de la doctrina ni la enorme demanda de Estado que exigen la ingeniería social neoliberal y los procesos de acumulación. [...] Esto nos llevaría a complementar el análisis de Foucault con la distinción, difundida muy claramente por Harvey, entre el Estado neoliberal en la teoría y el Estado neoliberal en la práctica. Y, en segundo lugar, con la diferenciación interna de los modos de acción del Estado, que no se deja atrapar con la distinción entre intervencionismo y no intervencionismo. Wacquant apunta a la naturaleza del Estado centauro: cabeza liberalizadora, cuerpo penal.[30]

La insistencia en la radical ambigüedad de la relación que el neoliberalismo mantiene con el Estado me parece decisiva. Esta nueva forma de justificación de un modelo de Estado, que lejos de reconocer derechos y garantías a la población, como ocurría en el modelo ideal del republicanismo kantiano, se encarga de amenazar a grupos sociales crecientes con la devaluación de sus condiciones de vida y la marginación social, coincide llamativamente con el horizonte de emancipación al que Foucault alude en «El sujeto y el poder» (1982):

El problema político, ético, social y filosófico de nuestros días no es liberar al individuo del Estado y sus instituciones, sino liberarnos a nosotros mismos del Estado y del tipo de individuación vinculada a él. Es menester promover nuevas formas de subjetividad que rechacen el tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante muchos siglos.[31]

El pasaje se adecua como un guante a la presión social desatada por la racionalidad neoliberal. Nunca como hoy precisamos de ayuda para dar ese paso: librarnos de cierta idea (ilusoria) de Estado y «del tipo de individualidad» perversa que se nos está imponiendo desde finales del siglo XX. A la luz del último pasaje, merece la pena señalar que si la subjetivación es más profunda que el sujeto, una de las tareas más urgentes en nuestros días es el desenmascaramiento de un modelo estatal, interesante para el diseño de las condiciones sociales idóneas para la ingeniería neoliberal, pero sumamente pernicioso y motivo de sufrimiento para el ciudadano. Sin duda, esa figura del Estado tiene que ver con su adelgazamiento y simultáneo sometimiento a los parámetros de la economización que penetran en todas las esferas de la existencia como línea de flotación de los deseos, motivaciones y objetivos asumibles. Si la lectura de Foucault resulta en buena parte de la contemplación del proceso de retirada de la autoridad del Estado del plano de relación entre el sujeto y el poder, la propuesta por Brown tiene la ventaja de ofrecer una descripción convincente de la agencia desplegada por el Estado precisamente cuando se convierte en un eje de aplicación de programas de acción determinados desde meros intereses económicos. Foucault había destacado en 1979 la incompatibilidad de la razón jurídica con la económica[32]: el homo oeconomicus levanta una escena muy propia del teatro de Schiller al modificar enteramente la relación que el homo juridicus mantenía frente al Estado. Ahora el soberano no desvela su debilidad de la mano de la inseguridad procedente de su propia neurosis, sino que se encuentra desbordado por el dominio de procesos que ya no equivalen a una monumentalización de la causalidad como la propiciada por la Providencia clásica:

Ahora, por debajo del soberano, hay algo que se le escapa en no menor medida, pero ya no son los designios de la Providencia o las leyes de Dios, son los laberintos o los meandros del campo económico.[33]

De la misma manera que la nueva racionalidad del neoliberalismo sorprende a la figura del soberano, también desorienta a la actitud crítica del sujeto que «no quiere ser gobernado» y tiene «la voluntad de no ser relativamente gobernado»[34], toda vez que la organización y administración neoliberal de la propia libertad comporta en un mismo gesto la experiencia de la reducción e incluso destrucción de esa misma libertad. El campo de acción se abre bajo la égida de la angustia constante por quedar fuera de juego, por ponerse uno mismo fuera de juego. Así pues, el neoliberalismo se sirve del rechazo de los sujetos a la gubernamentalidad como señuelo para someter el ejercicio de su propia libertad a una tabla de oscilación alternante entre sucesivas diástoles y sístoles. Toda una subversión paródica de la existencia crítica, que somete ilimitadamente a los cuerpos a excesos vitales inducidos. El homo oeconomicus no es un mero trabajador ni productor, sino un presunto generador de su propio valor en el mercado como capital humano, cuyo fracaso no obedecerá a ninguna alienación, sino a una deficiencia de creatividad y a una carencia de flexibilidad para superarse a sí mismo[35], para sustituir viejas identidades por otras más adaptadas al medioambiente social. La práctica de la filosofía, una disciplina en clara crisis de reconocimiento, ofrece numerosos ejemplos de este tipo de reacciones: la perversión subjetiva con que funciona este sistema me hace dudar a mí misma acerca de si mi propio ejercicio de examen de la sociedad que el neoliberalismo necesita es inseparable de las múltiples presiones para ofrecer un análisis conceptual que cuente con la ventaja de lo innovador y resulte transferible socialmente. Hablamos de una sociedad que, por otro lado, solo suele reconocerse en relatos condescendientes con la cara oscura de la competencia. Esa duda constante es un signo de estos tiempos y horada vigorosamente el concepto clásico de vocación. Pero, volviendo al asunto central, el programa neoliberal no puede permitirse que el Estado desaparezca, pues es necesario por de pronto que emprenda la antipática tarea de tomar las medidas necesarias para «regular la sociedad por el mercado»[36], esto es, para aplicar las operaciones que impidan a la sociedad escapar por un solo momento a la coacción de la competencia, que Foucault denomina «un juego formal entre desigualdades, no un juego natural entre individuos y conductas».[37]

De aquí nace un contrato perverso entre Estado e intereses económicos, que no tarda en generar efectos en el campo de la epistemología social y la teoría de la argumentación. De hecho, siguiendo un cauce abierto por el estudio de Foucault, Brown enfoca, en primer lugar, cómo el mercado ha conseguido presentarse como único lugar de veridicción, desde el que sencillamente se reconstruye la realidad.[38] En segundo lugar, señala la producción de «un consenso permanente de todos los que pueden aparecer como agentes en, dentro de esos procesos económicos»[39], a saber, inversores, trabajadores, empleadores y sindicatos. Ahora bien, como indica Brown, ese consenso no era tan universal, sino un efecto derivado de la sustitución del interés privado liberal por los intereses de las corporaciones empresariales, expresados por la llamada gobernanza, a saber una «combinación de autoridad transferida y responsabilización del sujeto»[40] que corroe la soberanía estatal y sitúa fuera de lo discutible cualquier enfoque autónomo de la legalidad y el derecho al bienestar.[41] A la luz de la interacción entre estos elementos, asistimos al eclipse o incluso a la extinción, no del homo juridicus, sino del homo politicus —tenido en cuenta por Brown, pero no tanto por Foucault—, el agente de la democracia, por obra del homo oeconomicus.[42]

El eclipse afecta a todo lo que queda más allá de la mera satisfacción de los intereses individuales o colectivos, a saber, del lado de la igualdad y libertad políticas, de la representación, de la soberanía popular y de las condiciones de deliberación. El desmantelamiento de lo político perpetrado por el neoliberalismo resulta tan complejo de atacar justamente por la capacidad de este dispositivo gubernamental para desdibujar las fronteras entre una exterioridad política altamente insatisfactoria y una subjetividad angustiada ante las fricciones generadas por su contacto con la primera dimensión, pero al mismo tiempo convencida de que tiene razón, de que en el fondo la razón le asiste. Este es el GPS de un análisis del capitalismo industrial como el de Weber. Pero el sujeto neoliberal carece de este tipo de resguardos: el fracaso se personaliza intensamente, sin que haya otra salida subjetiva a la crisis que su formulación como frustración. El sujeto y sus fantasmas es el mejor aliado del complejo neoliberal. En él no hay ningún espacio reservado para el punto de vista de un ser finito y mortal, al que solo queda seguir intentando satisfacer en vano al superego de los mercados. Jamie Peck recomienda identificar «objetos inamovibles» «fuerzas compensatorias» y «límites eco-sociales», esto es, inflexibles condiciones antropológicas y ecológicas, como espacios fronterizos inasequibles a la absorción por el mercado neoliberal.[43] No buscarlas sería patológico. Hace unos meses, justo antes del referéndum convocado en Grecia para consultar al pueblo la legitimidad del plan de ajustes impuesto por la Comisión Europea, Slavoj Žižek manifestaba su apoyo al gobierno de Syriza precisamente por haberse atrevido a romper con esta ideología perversa, cuyo peor enemigo es que pueda adoptarse efectivamente otro punto de vista al consensuado por los expertos y las instituciones dominados por un policy making tecnócrata:

Izquierdistas de toda Europa se lamentan por que hoy nadie se atreva a alterar lo más mínimo el dogma neoliberal. El problema es real, naturalmente: en el momento en que uno transgrede este dogma o, mejor dicho, en el momento en que uno es simplemente percibido como posible agente de tal alteración, fuerzas tremendas se desatan. Si bien estas fuerzas aparecen como factores económicos objetivos, son efectivamente fuerzas de ilusiones, de ideología. Pero su poder material es sin embargo manifiestamente destructivo.[44]

La fase sacrificial en que se encuentra el sujeto neoliberalizado ha puesto finalmente de manifiesto la verdad que latía bajo las imágenes ochenteras, tan propias de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, sobre la conveniencia de incrementar la riqueza oligarca con el fin de que pudiera beneficiar piramidalmente a las capas sociales más desfavorecidas. Ahora lo compartido es el esfuerzo de los recortes y la supresión de derechos laborales y sociales. La promesa de liberación del ciudadano de los grilletes del Estado desemboca así en el sometimiento del sujeto y del Estado —uncidos en su destino epocal— a una economía autorreferente, bajo la ideología del sacrificio en aras de la única salida pensable. Y cuando se apela al sacrificio, se apela inequívocamente a una operación que pone en relación a lo profano con lo divino, en lo que se percibe —siguiendo la célebre expresión de Mauss— «la verdadera fuente de la vida».[45] Es inevitable no recordar aquí el breve, pero denso texto de W. Benjamin, El Capitalismo como religión, en el que se atribuye a este nuevo culto una duración permanente —sans rêve et sans merci—, una generación —por su carácter verschuldend— tanto de deuda como de culpa inexpiables, y la ocultación de su Dios salvo en momentos de crisis aguda.[46] Precisamente de la dimensión teológica del neoliberalismo trataremos en la última sección, de la mano de asociación sugerida por Brown entre el declive de la soberanía estatal y la obsesión por levantar muros que protejan del contacto con los más desfavorecidos.

El desguace de la soberanía estatal: los muros y el espectro de la autoridad política

W. Brown recoge la apuesta del texto de Benjamin (1921) mencionado arriba para apuntar a los componentes de índole teológica que constituyen la hibridación que los Estados mantienen actualmente con lo que denomina «soberanía sin soberanía» del capital, un sintagma que hace estallar los goznes de la historia del pensamiento político, al verse completamente evacuado de un Dios antropomorfo que pudiera tender puentes de comunicación con la condición humana.[47] El Estado-centauro resultante desemboca en la transferencia de atributos tradicionalmente asociados con el poder político —autoridad, poder de coacción, capacidad decisoria— a las plataformas encargadas de dirigir los movimientos del capital financiero. En palabras de Wacquant reserva prácticas liberales para los de arriba y aplica un «paternalismo punitivo» a los que abajo.[48] En este contexto, los Estados capitulan su soberanía para convertirse en un actor neoliberal más, encargado de imponer orden en el conjunto de actores neoliberales en los que se pretende convertir a la ciudadanía. A juicio de Brown, este vínculo perverso se aprecia con especial claridad con ocasión de la obsesión de los Estados a nivel global por construir nuevos muros defensivos frente a la inmigración, la pobreza y otras “amenazas” similares. Se traza así la caricatura del Nómos de la Tierra, consciente de que las fuerzas desatadas por la globalización neoliberal son ingobernables por la ley y la política, a los que se sustituye por el control y el bloqueo fáctico. Los muros infantilizan toda experiencia de la noción ontológica clásica de límite —son de alguna manera su tótem, inauguran su propio doblegamiento a un superyó neoliberal—, desde el momento en que pretenden suprimir un afuera, sin el que sería impensable ningún interior. Niegan que haya relación entre ambas dimensiones, como en los más primitivos mecanismos de defensa. No ayudan a pensar el espacio, sino que lo colonizan y saturan de objetividad nihilista.

Visibilizan sin duda lo que Edward Said denominó «geografía imaginaria», apoyándose en Bachelard, dotada de toda una genealogía poética y desiderativa. Pues hay efectivamente un deseo colectivo atávico de construir muros, alimentado por la angustia y la inquietud, como la cara oscura del que late en las masas indignadas al exigir una representación traicionada por las instituciones. Y el relato urdido por quienes amurallan Estados posee una indiscutible potencia destructiva del otro. Esa potencia también es constitutiva de subjetividad: como sostiene Brown, el muro levantado por Israel no ha disminuido la hostilidad y violencia palestina hacia este Estado, pero ha acabado por constituir dos subjetividades políticas enfrentadas a ambos lados. Choca radicalmente con esta lógica primitiva de la hostilización del otro como medio de construcción de la propia identidad la insistencia kantiana en que el derecho cosmopolita debía huir de la tradición vergonzosa del uso realizado del derecho sustantivo de hospitalidad, preconizado por ejemplo por los jesuitas. Lejos de ello, los Estados deberían vehicular —observa Kant— una comunicación lo más formal posible entre civilizados y salvajes en régimen de recíproco respeto de las costumbres de los pueblos. La proliferación de los muros no es sino el pendant de la invasión sancionada por el colonialismo, cuyas prácticas Kant se encarga de criticar en el siglo XVIII.[49]

Este tipo de construcciones —sostiene Brown— presuntamente reafirman la confianza del pueblo en la capacidad de control estatal con respecto a la entrada de extraños en su territorio. Sin embargo, la escasa operatividad de los muros pone en evidencia el debilitamiento de la soberanía nacional. Basta pensar en grupos de vigilancia paraestatales como los Minutemen de Naco, en la frontera de Arizona con México, que cifran sus actividades en el propósito de cubrir omisiones de un Estado tildado de tibio e incapaz. Un texto del experto en fronteras, Peter Andreas —citado por Brown— da en el clavo con respecto al valor de performance —de teatro político— que cabe asignar a los muros protectores, resultantes del secuestro de la soberanía estatal a manos de la confluencia de los intereses de la economía con las cláusulas de la seguridad:

El control de fronteras es una performance ritual. Cuando el fracaso de los esfuerzos de disuasión pone en crisis esa performance, sus defensores salvan la cara prometiendo un show mayor y mejor. [...] Y en el caso de control de la inmigración, las medidas severas contra los cruces ilegales a lo largo de los trazos más visibles de la frontera han borrado imágenes de casos políticamente embarazosos, sustituyéndolos con confortantes imágenes de orden.[50]

Esas performances no funcionarían como fantasía de contención y de impermeabilidad si las naciones no tendieran a verse como «entidades limitadas, soberanas y comunitarias»[51], lo que explica que la relajación de las fronteras se asocie con una pérdida de su unidad e independencia, potenciando la metáfora de la natio como matriz de la gens, una imagen femenina subyacente a la más masculina del Estado soberano. Lo llamativo de los muros es que hacen aflorar en un solo gesto los múltiples estratos de superstición que el Estado puede albergar, llevado por un mecanismo de defensa freudiano a construir «la ilusión de un futuro coherente con un pasado idealizado»[52]:

Los muros son un medio visual que restaura [el] aislamiento psíquico. Ayudan a restaurar imágenes de autosuficiencia nacional y a reducir el sufrimiento o la necesidad. [...] Como «intentos del yo de rechazar parte de su propio ello», los muros ayudan a proteger (y, por tanto, a construir) un yo/identidad nacional. [...] [Los muros] facilitan un conjunto de metalepsis en las que el espectro de la invasión reemplaza necesidades internas o expectativas, y el espectro de la hostilidad violenta reemplaza el problema que hay que afrontar en los desplazamientos y las ocupaciones de tipo colonial.[53]

La imagen y la función asignadas al muro exhiben así el espectro de la soberanía política, como una suerte de último humo escenificado por la peor alianza que cabe pensar si se pretende mantener vivo al homo politicus. Si la noción moderna de autoridad civil extraía del campo teológico las operaciones necesarias para conseguir el mínimo de trascendencia necesario para salvar a la sociedad civil de su propio nihilismo interno, el escenario neoliberal parece divertirse poniendo a su servicio la estetización de ciertos atributos teológico-políticos del Estado. Este nunca se ha encontrado tan sometido a los dictámenes, discursivos solo en apariencia, de los mecanismos del mercado neoliberal, aunque nunca se haya sacado tanto a la calle su efigie —su marca, como gusta decirse en estos tiempos—, precisamente para legitimar, tomando prestado su poder coactivo, recortes sociales y retrocesos jurídicos sin precedentes. Para impedir el ingreso de otros, para impedir las muestras de indignación popular. Las instituciones nunca han sido tan proclives como en los tiempos que corren a experimentar la crítica como agresión o amenaza, como si se tratara de sociedades mercantiles. El Estado nace como persona ficta en la Modernidad, pero lo que fue poderosa ficción de trascendencia producida por el esfuerzo de la humanidad para escapar a la espiral nihilista de su propio deseo, corre ahora el riesgo de extinguirse como servicio subcontratado globalmente por los propios procesos de producción y consumo neoliberales. Sin duda, buena parte de la filosofía política venidera deberá emplearse a fondo para revertir tal metamorfosis, seguramente no con la esperanza de retornar a una figura estatal irremediablemente perdida, sino para volver a hacer del Estado un actor autónomo en la multiplicidad de esferas de acción de que consta el espacio público. La reflexión de Butler y Brown resulta ejemplar en ese sentido, desde la apuesta de fundar una nueva eticidad democrática y desde la denuncia del secuestro de la soberanía estatal a manos de lo que Luigi Ferrajoli ha tildado de “poderes salvajes”.

Notas

    1. Este trabajo procede de una investigación resultante de los Proyectos Naturaleza humana y comunidad (III). ¿Actualidad del humanismo e inactualidad del hombre? (FFI2013-46815-P) y Retóricas del Clasicismo. Los puntos de vista (contextos, premisas, mentalidades) (FFI2013-41410-P), concedidos ambos por el MINECO del Gobierno de España. Agradezco a los organizadores del III Seminario Crítico Transnacional, celebrado en la Facultad de Filosofía de la UCM del 6 al 8 de julio de 2015, la amable invitación a incorporarme al listado de ponentes del mismo. Las observaciones que José Luis Villacañas, Jacques Lezra, Alberto Moreiras y Jorge Álvarez Yagüe me transmitieron en relación con una primera versión de este trabajo fueron muy útiles para darle su forma actual. return to text

    2. (Villacañas 2015, 164): «La gobernanza mundial quiere presentar las cosas como si fuera [un dispositivo automático]. De este modo, oculta su verdadera política tras razones técnicas. En tanto que hace tal cosa, el neoliberalismo no solo es poshegemónico, sino también poslegítimo. Para los deseos de la gobernanza, preguntarse por la legitimidad de los efectos del neoliberalismo es como preguntarse por la legitimidad de que el sol queme la piel. Todo lo que es natural sucede al margen de la validez, la evaluación y el juicio. [...] Todavía queda en pie la pregunta por la legitimidad, algo que ya no puede albergar pretensiones de totalidad, pero sí de juicio».return to text

    3. (Schmitt 2011, 10 y 26-27). return to text

    4. Sobre una historia antropológica del neoliberalismo puede acudirse a (Wacquant 2012, 66–79). return to text

    5. El profesor Pablo López Álvarez nos ha recordado esta vigencia de la filosofía del derecho de Hegel como instrumento combativo frente a los excesos de las prácticas neoliberales en varias conferencias memorables dictadas en los últimos años en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. El presente escrito está en clara deuda con ese magisterio. return to text

    6. (Brown 2005, 59).return to text

    7. (Lezra 2015, 113-123).return to text

    8. Sobre la noción de legitimidad subyacente aquí, puede acudirse a la definición esbozada por J.L. Villacañas (Villacañas 2015, 167): «Legitimidad [...] es un concepto defectivo consciente de sí mismo, de su imposibilidad de asegurarse, de su fragilidad, de su dependencia de una constelación singular, de su necesidad de construcción en casa caso, de su base social fragmentada y de la aspiración supremamente difícil a lo justo que solo puede emerger del juicio concreto de personas de carne y hueso atravesadas por intereses, afectos, emociones y hábitos aquí y ahora conformados».return to text

    9. Un interesante tratamiento del carácter «particular-universal» del todo en política, a la luz de los trabajos de Laclau, Rancière, Butler y Žižek se encontrará en (Álvarez Yagüe 2015, 89-91).return to text

    10. (Butler 2012a, 195).return to text

    11. (Butler 2007a, 160-161).return to text

    12. (Butler/ Athanasiou 2013, 101).return to text

    13. (Butler/Athanasiou 2013, 194).return to text

    14. (Butler, 2015).return to text

    15. (Butler 2013, 176-177).return to text

    16. (Butler 2011).return to text

    17. (Butler 2007b, 28-29).return to text

    18. Vd. (Butler 2014, 4-5).return to text

    19. (Butler 2007b, 41).return to text

    20. (Butler 2007b, 7).return to text

    21. (Butler 2007b, 4-5). return to text

    22. (Butler, “Performativity, precarity and sexual politics”, pp. vi-vii and xii-xiii): http://www.aibr.org/antropologia/04v03/criticos/040301b.pdf). return to text

    23. (Butler 2014, 3 y 53).return to text

    24. (Butler 2007b, 160-161).return to text

    25. (Butler/Athanasiou 2013, 13-14, 21-22).return to text

    26. (Butler 2012b, 238).return to text

    27. (Butler, “Demonstrating Precarity: Vulnerability, Precarity, Embodiment and Resistance”: http://lareviewofbooks.org/interview/demonstrating-precarity-vulnerability-embodiment-resistance). return to text

    28. S. Žižek refería recientemente a la distinción de T.S. Eliot entre herejía y ateísmo —en Notas para una definición de la cultura— en un comunicado de apoyo a la decisión del gobierno de Syriza de convocar un referéndum como condición para continuar las negociaciones con Bruselas: http://www.analyzegreece.gr/topics/greece-europe/item/253-slavoj-zizek-on-greece-de-te-fabula-narratur (acceso el 01/07/2015). return to text

    29. Foucault, Nacimiento de la biopolítica (citado como=NB), Clase 31 de enero de 1979, en (Foucault 2009, 83-84).return to text

    30. Pablo López Álvarez, «Sigue cierta algarabía. Foucault, el neoliberalismo y nosotros», ponencia presentada en el Congreso sobre Michel Foucault celebrado en la UCM en mayo de 2015, manuscrito facilitado por el autor Vd. también, del mismo autor (López Álvarez 2010, 39-61). return to text

    31. M. Foucault, «Le sujet et le pouvoir», en (Foucault 1994, 232).return to text

    32. (Foucault 2009, 281).return to text

    33. (Foucault 2009, 288).return to text

    34. (Foucault 2006, 44-45).return to text

    35. (Feher 2009, 21-41). Cfr. del mismo autor (Feher 2015, passim).return to text

    36. (Foucault 2009: 44). return to text

    37. Ibíd. return to text

    38. Ibíd.return to text

    39. (Foucault 2009, 93). Cfr. los comentarios de Brown sobre estos textos en (Brown 2015b, 67-69). Sobre el consenso inducido y manipulado producido por el neoliberalismo, puede acudirse a D. Harvey (Harvey 2007, 39-63).return to text

    40. (Brown 2015b, 71).return to text

    41. (Lemke 2007, 43-64).return to text

    42. (Brown 2015b, 77-78 y 87).return to text

    43. (Peck 2013, 278).return to text

    44. S. Žižek, «A Note on Syriza: Indebted Yes, but Not Guilty», Potemkin Review, Spring Issue 2015: http://www.potemkinreview.com/note-syriza.html (acceso el 01/07/2015). Vd. también (Blyth 2013, passim).return to text

    45. (Mauss/Hubert 2010, passim).return to text

    46. Vd. trad. por E. Maura en su Tesis Doctoral Crítica inmanente, alegoría y mito: la teoría crítica del joven Walter Benjamin (1916-1929), dirigida por Pablo López Álvarez y defendida en la UCM en julio de 2011, pp. 309-319: http://eprints.ucm.es/14437/1/T33314.pdf (acceso el 01/07/2015).return to text

    47. (Brown 2015a, 97-98).return to text

    48. (Wacquant 2012, 76).return to text

    49. (Flikschuh/Ypi 2014).return to text

    50. (Andreas 2012, 143-144).return to text

    51. (Brown 2015a 166). Cfr. (Anderson 1993, 23).return to text

    52. (Brown 2015a, 193).return to text

    53. (Brown 2015a, 176 y 188-189).return to text

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